
El hombre es un ser que habla. Esta es una de las características que lo distinguen de los demás seres de este mundo. Mediante el lenguaje comunicamos a los demás nuestros pensamientos y sentimientos. Su fin principal es crear vínculos, lazos de amistad y de amor. El lenguaje tiene un poder extraordinario, pero es un arma de dos filos. Puede construir o destruir. Puede ser tierno o cruel, verdadero o falso. Con una sola palabra se puede hacer a una persona feliz o desgraciada, crear relaciones de amistad o aniquilarlas.
Dice la gente que las palabras se las lleva el viento, y esto es verdad en parte, porque físicamente las palabras son sonidos. Sin embargo, al desaparecer, dejan una huella honda en el alma. Cuando las palabras transmiten amor son un bálsamo para el corazón; en cambio, el lenguaje ofensivo, hiriente es un cuchillo que abre heridas dolorosas. Hay palabras que duelen mucho. Algunas, matan.

Las palabras expresan el interior de las personas. Por eso, cuando se enriquece la mente y el corazón de una persona, se enriquece también su lenguaje. Dime cómo hablas y te diré quién eres. Cuando uno está vacío, sus palabras también están vacías. ¿Han conocido ustedes personas que hablan mucho y dicen poco? Para evitar el «rollismo», la palabrería o no meter las cuatro, hay quienes piensan que lo mejor es callar o hablar poco. Esto no es correcto, pues la finalidad principal del lenguaje no es evitar errores, sino crear lazos de amistad. El problema no está en la cantidad, sino en la calidad del lenguaje. Por tanto, debemos esforzarnos para conseguir un lenguaje auténtico. No resulta una tarea fácil precisar cuál es el lenguaje auténtico. Según el pensador austríaco Ferdinand Ebner, el único lenguaje auténtico es el lenguaje amoroso. «La palabra recta –escribió este hombre sabio- es aquella que pronuncia el amor». Lenguaje inauténtico es aquel que transmite odio y, por consiguiente, destruye amistades, matrimonios, familias, sociedades y países enteros.
Además de la palabra, hablada o escrita, existen otros signos y medios para expresar el amor que se lleva dentro. A menudo, una sonrisa, un apretón de manos, una visita, un gesto de bondad, vale más que mil palabras. Pero la palabra es necesaria. El amor se muestra con hechos; sin embargo, necesita expresarse también con palabras. «Sé que mi marido me quiere –declaró una mujer- pero quiero que me lo diga». Una sola palabra podría obrar maravillas en muchos matrimonios.
El primer marido de Matilde –narra María de la Pau Janer, en su reciente novela «Pasiones romanas»- se llamaba Joaquín. Era alto y gordo. Por la noche ocupa casi toda la cama. A la mujer le dejaba un espacio muy reducido en el que ella tuvo que aprender a acurrucarse…Era un hombre desordenado. Ella dedicaba buen tiempo en recoger calcetines, calzoncillos, camisetas que el marido dejaba tirados. Era hombre de pocas palabras, porque solía despertarse de mal humor. Desayunaba y se iba sin despedirse. Sólo emitía un gruñido desde el umbral de la puerta. Al principio, ella se esforzaba por dar a esos gruñidos un significado. Pensaba: «Debe querer decir ‘Adiós, querida’. ‘Volveré tarde’. ‘No te preocupes’. ‘Que tengas un buen día’. Imaginarlo la ponía de buen humor. Pero pronto descubrió que esos gruñidos no querían decir nada, que sólo eran sonidos guturales que existían al margen de ella, muy lejanos.
Él trabajaba en una empresa de construcción y llegaba con la ropa manchada, las uñas ennegrecidas. Volvía tan hambriento que podría haberse comido una docena de bueyes y siete bandejas de lechuga. Cuando regresaba a casa, era un hombre sin palabras. Ella se preguntaba qué había hecho para merecer tantos silencios. No hablaba, no preguntaba. Se limitaba a respirar a su lado, a roncar en la cama, a llenar el suelo de agua que ella recogía con un trapeador. Llegó a ser tal la distancia y el desprecio de esta mujer hacia su marido sin palabras, que a partir de un fatal día vivió planeando la forma de darle muerte. Con esta finalidad, en una ocasión compró en un puesto de cosas antiguas un puñal, con el cual, mucho tiempo atrás, otra mujer resentida había asesinado a su esposo, que era un conde. Matilde no tuvo necesidad de realizar sus planes macabros, porque una mañana Joaquín resbaló en el baño y murió desnucado.
Esta historia es demasiado real para ser novela. En un matrimonio, las palabras pueden matar, pero también pueden dar vida. Dos palabras, como éstas: «¡Te odio!» pueden amargar para siempre la vida de una persona. En cambio, estas otras dos palabras: «¡Te quiero!» dan sentido a toda una vida.
Si en el corazón de Joaquín, el de la novela, no había cariño ¿hizo bien al permanecer callado? Sí y no. Sí, porque es mejor guardar silencio que escupir palabras venenosas. Y no, porque el silencio hosco, la mudez egoísta también daña, ya que anula toda posibilidad de encuentro.
Paradójicamente, en esta época de desarrollo tecnológico de los medios de comunicación, en esta época de los celulares y de los satélites espaciales, ha aumentado la incomunicación y el diálogo entre las personas. Esté claro que la solución al problema de la comunicación humana no está en la técnica, sino en el corazón. El evangelio del domingo 6 de septiembre de 2009, narra el milagro de la curación de un sordomudo, obrado por Jesús: «Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le fijo: «¡Effetá!») que quiere decir «¡Ábrete!»). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad» (Mc 7,31-37).
Jesús ha venido a sanar nuestra comunicación dañada. Oídos y boca son los órganos de la comunicación. Cuando éstos se encuentran obstruidos, se anula todo encuentro y diálogo. Jesús vino a remover los obstáculos que bloquean nuestra comunicación con Dios y con los demás, sobre todo ese obstáculo mayor que es el egoísmo, el pecado. Cristo nos mostró su infinito amor divino con hechos y silenciosos. Dijo: «Yo no vine a este mundo para ser servido, sino a servir hasta dar la vida». Pero también nos mostró su amor con palabras. San Juan evangelista afirma que Jesús es la Palabra de Dios que se hizo hombre. Pero el Dios hecho hombre también habló a los oídos humanos. «Juan», el autor del Apocalipsis, al contemplar en su primera visión la imagen terrible y poderosa de Cristo que echaba lumbre por los ojos y se afianzaba en sus pies de bronce, de puro espanto cayó a sus pies como muerto. Pero entonces, ese mismo Cristo de inmenso poder tocó con ternura a Juan y le habló. Le dijo: «No tengas miedo; yo soy el primero y el último; yo soy el que vive…» (Leer Apoc 1,12-18). Jesús no sólo tocó a Juan, sino que además le habló. Hablemos nosotros también a los demás para expresar nuestro amor y amistad y fortalecer, de este modo, los lazos de unidad.
P. Crispín Pjeda Márquez
***********************************************************
No hay comentarios:
Publicar un comentario